Gatemond

Dic 24, 2021 | 0 Comentarios

Hola,

Me presento: Mi nombre es Gatemond, aunque Ana no ha parado de quejarse una y otra vez repitiendo que ese nombre se parece mucho a gate, que no significa otra cosa que puerta.

Así que después de muchas discusiones ambas hemos llegado a la conclusión de que debería llamarme Gat. A todas luces un nombre mucho más adecuado para mí.

Vivo en un apartamento en mitad de San Francisco. Literalmente en la mitad. Alguien que sabe mucho sobre esta ciudad, porque yo apenas llevo aquí unos meses, me ha dicho que es el centro. Le pregunté que de qué. Me dijo que de la ciudad. Le pregunté que desde que punto de vista porque esta ciudad era muy grande y yo en esta zona solo veía a pobres.

«Claro», me dijo, «solo ves pobres porque es el centro de la zona más pobre de San Francisco». Seguía sin entenderlo. Así que un hombre que pasaba por allí un día con un coche más refinado de lo que acostumbraba a verse por el centro, después de abalanzarme sobre su capó para conseguir que se parara y varios pitidos de su claxon y una serie de barbaridades soltadas por esa lengua que más vale se limpiase si quería seguir vivo después, me dijo que se dirigía al centro de la ciudad.

Como comprenderéis después de que ese hombre se alejara de allí en su coche de miles de dólares, con la lengua llena de gérmenes, por la cantidad de barbaridades que decía, mi incomprensión acerca del centro seguía huérfana.

Huérfana una palabra que había aprendido recientemente y que según Oliver, el mismo que hablaba de centro, decía que significaba estar sola. Pero se podía estar sola de muchas maneras. Cuando me lavaba los dientes, estaba sola. Y también cuando iba al baño a hacer mis necesidades, salvo cuando Oliver o los demás entraban dando tumbos y haciendo alboroto para acabar con mi soledad. Entonces estaba acompañada.

Le volví a preguntar otro día porque seguía sin comprender lo de huérfana y me dio un nuevo significado. Me dijo, «eres huérfana de padre y madre».

Seguía sin entenderlo. No tenía padre y madre, de acuerdo. Pero los tenía a ellos, le dije. Y él me respondió: «No es lo mismo». Cogió su bici y la mía y me pidió que me montara en ella.

Recorrimos varios kilómetros en bici hasta otra parte de la ciudad. Esta estaba llena de árboles y mucho más limpia que la zona donde vivía con Oliver, Carla, Taco, Smile. Le llamábamos así porque odiaba Mile, decía que era un nombre muy común y Andiamo (que era «vamos» en italiano). Se lo habíamos escuchado decir a un obrero que construía una majestuosa casa en las afueras de la ciudad. Pero estas afueras estaban limpias. No como otras afueras que estaban sucias, no confundir. Porque se podía estar afuera limpio o afuera sucio. Como el centro, bueno el centro todavía no lo había comprendido del todo. Pero os aseguro porque no había otro lugar al que fuera más estando huérfana, es decir sola, que a esa casa con prado verde pintada de blanco. Era preciosa. Le dije a Oliver que quería que nos mudásemos allí. Él me dijo que «imposible. Esa casa es muy cara». Hizo un gesto con la mano. Este que se refiere a la guita, el dinero, el money o la pasta. Había muchas formas para referirse a esos billetes con números en ellos. Alguna vez me había encontrado una moneda y me había quedado mirándola embobada. Tenía una cara en ella. Caras en las monedas. Que extraño.

Gat, te desvías del tema, podrías hacer el favor de enforcarte.

Esa es Ana, ya os la había presentado, ¿verdad?

Bueno llegamos a una parte de la ciudad que estaba limpia, muy limpia. Y las casas no eran tan bonitas como la casa de la que os he hablado antes, pero no por eso eran peores. Eran bonitas, pero no tanto.

Oliver dejó tirada su bici en el arcén, yo lo imité y entonces señaló hacia la ventana que daba al salón de una de las casas.

«Nos verán», le dije. Y él me respondió. «Ahora entre la oscuridad no lo harán». Sin embargo, con la luz del interior de la casa nosotros si podíamos verlos a la perfección.

Rodeaban la mesa tres niños. Dos niñas y un niño. Eran bien parecidos. Estaban arreglados. Todos con su pelo perfecto y su ropa perfecta. El padre presidía la mesa y la madre estaba sentada a su lado. Enfrente dos de los niños y al lado de la madre, una de las niñas.

—Ellos no son huérfanos.

—Claro, no están solos —respondí.

—No, no me refiero a eso Gat. Tienen padre y madre.

—Tú no tienes de eso.

—Ni tú tampoco.

—¿Por qué no tenemos de eso?

—Porque así es la vida —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Y no quieres tenerlos?

Oliver se quedó mirando el interior de la casa y a los comensales.

—Lo que quiero es que dejes de hacer tantas preguntas Gat. Tú y yo —dijo señalando mi pecho —, somos huérfanos, pero no somos huérfanos, ¿me entiendes?

Iba a responder que no. No se podía ser huérfano y no serlo a la vez.

Por la noche dándole vueltas lo comprendí.

Era huérfana, es decir, no tenía padre o madre.

Pero no era huérfana, porque no estaba sola. Lo tenía a él.


  

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